Idas y venidas constantes para una de las bandas pioneras del punk hardcore. Nunca será lo mismo desde que Henry Rollins abandonará la banda, pero Black Flag sigue intentándolo. Mientras Flag trata de mantener la esencia de sus batallantes inicios con los miembros más clásicos, Black Flag recurre a secundarios y sustitutos para hacer un álbum que, por ello, se queda más cerca del quiero y no puedo que de la autenticidad.
Es aún peor que una banda estandarte de un movimiento de calado tan profundo tire por la borda esa tradición. La bandera negra debe quedarse a media asta, porque su nuevo intento discográfico resulta demasiado elemental y artificial. No es que el punk se distinga por el virtuosismo de sus creadores y aquí no iba a ser menos; los engranajes no se ensamblan como deberían, aunque en general es correcto y con ello deben estar contentos. Pero, ¿dónde está la rabia? No me siento amenazado ni me entran ganas de unirme a su causa, por lo que algo falla en esta causa, ahora perdida.
Demasiadas demandas, demasiados tejemanejes poco profesionales que terminan por eclipsar a un álbum que no cuaja, se queda a medio camino porque funciona con el motor a medias y, dicho sea de paso, porque las ideas no son ni flamantes ni contundentes. Suena a usado y eso es de lo peor que le puede suceder a una banda.